La ética del trabajo intelectual y los métodos académicos en un mundo cínico
Por Ignacio Pou, Universidad Francisco de Vitoria
Cuando uno entra en el mundo académico experimenta algo parecido a lo que aquel que trata de medrar en una logia masónica o que avanza por los complicados entresijos de un culto gnóstico. El recién iniciado pronto se topa con una intrincada maraña de ritos, procesos y metodologías académicas cuyo propósito no siempre resulta evidente y, en ocasiones, parece ser un estorbo. Se ve uno obligado a memorizar y a someterse a toda clase de controles y procedimientos obtusos que parecen oscilar entre la racionalidad burocrática decimonónica y el fetichismo de unos métodos que prometen el acceso al poder sobre el último reducto de autoridad que sostiene nuestra cultura: la autoridad científica.
Hoy incluso esta autoridad, vestigio arcano de un mundo basado en la confianza, parece estar siendo atacada.
Las críticas a la validez del conocimiento que proporciona la investigación universitaria (tanto en las letras como en las ciencias) están tan extendidas que se han convertido en objeto de nuevas publicaciones académicas.
Sirva como ejemplo aquella publicación que hace algunos años revisaba la replicabilidad de los resultados de investigaciones académicas en el ámbito de la economía. Todas ellas fueron elaboradas según los criterios de calidad de los rigurosos procesos que exigen los estándares académicos. Ninguna aportaba conocimientos de los que otros pudiesen servirse para hacer avanzar la ciencia.
Existe, como es lógico, un margen de falibilidad inherente a todo proceso que requiere de la intervención humana. Así lo denuncian los reiterados intentos (a veces exitosos) de burlar la revisión por pares con tesis desquiciantes y citas falsas para mostrar la debilidad del sistema. Aún obviando esto, parece justificada la sospecha de que los métodos académicos de investigación no bastan, por sí solos, para producir la autoridad que prometen. Pero, ¿de dónde surge esta peculiar confianza en los métodos y cuál es su propósito?
Un método académico que nos salve de nuestra humanidad
La primera parte de la pregunta sobre la fuente de la confianza y el propósito de los métodos es más sencilla de responder si atendemos al largo proceso de despersonalización con que la modernidad ha tratado de sortear la arbitrariedad en todos los ámbitos que implican al hombre. Desde la política y la economía hasta la ética y el trabajo intelectual, la falibilidad humana ha sido esquivada por medio del procedimiento, del método que garantizara la racionalidad neutral de los procesos humanos. En palabras de un célebre poeta anglosajón, se trataba de “crear sistemas tan perfectos, que nadie necesitara ser bueno” (T.S. Elliot. The Rock).
El fuerte componente crítico de nuestra cultura posmoderna tiene mucho que ver con el éxito o fracaso de esta pretensión de “salvación” mediante el método.
La Universidad no es la primera sino la última de las grandes instituciones occidentales cuya autoridad parece haber entrado en crisis. Nos interesa más, por ello, ver si es posible rescatar algo de la segunda parte de la pregunta: ¿cuál es el propósito de los métodos académicos?
El académico y el prestidigitador
Una visión cínica, tan propia de nuestro tiempo, diría que el método no es en la universidad más que un instrumento de distinción social. Un a suerte de rito secular que conecta la institución universitaria con el misterio, como diría Eliade. También Leo Strauss ve como propio del filósofo –lo que puede hacerse extensivo a todo académico–el hermetismo con que protege su ciencia de la crítica ignorante de las masas, como ha ocurrido con tantos otros a lo largo de la historia. Sócrates fue obligado a beber la cicuta por su imprudente claridad y Newton escribió sus Principia en proposiciones matemáticas avanzadas para ahorrarse la crítica de los ineptos. Hoy el moderno estudioso se ve con frecuencia sometido a la burla y el chascarrillo del contribuyente que no ve pertinencia alguna en sus investigaciones.
Para el escéptico de nuestra generación, tras la “ciencia” que protege con tanto ahínco la academia se esconde la nada. Los métodos serían así el traje invisible del emperador que permite al académico disfrutar de los beneficios de su posición social merced al virtuosismo de unas técnicas no tan distintas de las de un prestidigitador. El mago y el magister, dos caras de un mismo fenómeno. Ambos se aúpan sobre la confusión general como en ocasiones el artista se alza tanto cuanto impenetrable es su obra a la comprensión del público no iniciado.
Qué duda cabe que hay entre nosotros –quizás incluso nosotros mismos, pues asumo que estamos entre colegas— quienes pueden haber incurrido en esta falta. Quizás a veces hayamos adornado o complicado en exceso las propias aportaciones, multiplicando las fuentes, referencias y tecnicismos. Todo ello con el fin de revestir artificiosamente de calidad el fruto de un trabajo quizás honesto, pero dolorosamente sencillo. Sin embargo, si reducimos a este uso fraudulento el propósito de la metodología académica, más nos valdría demolerla de una vez por todas. Más nos valdría dar la razón a nuestros críticos.
Ante esta perspectiva, que nos invita a desconfiar incluso de nosotros mismos, resulta particularmente iluminadora la lectura inocente de un texto de aquel prodigioso francés que fue Etienne Gilson. Se trata de un famoso discurso titulado Ética de los estudios superiores, pronunciado en 1927 en Harvard y traducido al español por Rialp.
La ética de los estudios superiores
El propósito de Gilson en aquellas palabras era recuperar el núcleo del quehacer de quienes dedicamos nuestros esfuerzos a la Universidad. La traducción del discurso que hace Tomás Caldera tiene la fortuna de traducir el inglés scolarship por el español erudición con los polémicos matices que ello conlleva. El erudito de nuestro tiempo, según acostumbramos a interpretarlo, es aquel que ha convertido en vicio lo que los antiguos tuvieron por virtud, la studiositas.
Para nuestro cínico posmoderno, el erudito es aquel que convierte su cabeza en un arsenal de conocimientos dispuestos para el asedio de cualquier discusión, un instrumento de poder con que apabullar al resto, proyectando el ego por encima de las cabezas ajenas.
El erudito es aquel que se aprovecha de una extendida tendencia humana contra la que el posmoderno pretende rebelarse. La tendencia consistente en endiosar a aquellos a quienes uno no alcanza a abarcar. Como dice Gilson, “mientras más ignorantes son las gentes, más se inclinan a creer que hay hombres en posesión del conocimiento universal”. Esta interpretación parecería reflejar mucho de lo que ocurre en nuestros debates. Contra ella, el medievalista francés nos propone una imagen menos artificiosa y más amable de la erudición:
Un verdadero erudito es en esencia un hombre cuya vida intelectual es parte de su vida moral. En otras palabras, un erudito es un hombre que ha decidido, de una vez por todas, aplicar las exigencias de su conciencia moral a su vida intelectual.
Parecería demasiado ingenua esta definición, demasiado desconectada de aquella otra que identifica al erudito con aquel a quien define un vasto bagaje de conocimientos. Sin embargo, esta apariencia sería solo fruto de una confusión entre las causas y las consecuencias. El trabajo intelectual del erudito gilsoniano conduce como consecuencia al crecimiento del conocimiento. “La falsa erudición, que el verdadero erudito detecta rápidamente, es en relación a la verdadera erudición lo que la hipocresía en relación a la virtud verdadera”.
La honradez intelectual
Así, el falso erudito proyecta la sombra de su saber más allá de lo que en rigor permitiría su propio conocimiento. En cambio, lo que caracteriza al verdadero académico, al verdadero erudito, sería precisamente una virtud opuesta. Se trata de la virtud de la honradez. Una virtud que, aplicada al trabajo intelectual, custodia y manifiesta el límite del propio conocimiento, motivado por un “respeto escrupuloso por la verdad”.
“Tomad un libro realmente honrado, una conferencia realmente honrada, una tesis doctoral realmente honrada, y notaréis que todo el despliegue de citas, referencias, datos, documentos y observaciones están allí solo porque es moralmente imposible omitirlos. (…) No porque cause buena impresión citar y dar referencias, sino porque nosotros tenemos derecho a verificar la cita y ver si, en el contexto original, la frase tiene el mismo sentido que parece tener separada de él.”
Los métodos académicos, que tan pesada hacen a veces la producción, publicación y adquisición de los saberes, tendrían entonces un propósito distinto al que en ocasiones parecen cumplir. La honradez intelectual del erudito le obliga a reconocer que su trabajo queda definido por aquello que incluye en sus citas. Estan llevan al lector que desee aprovecharlas hacia las fuentes de su propia inspiración. En nuestros días, el aparato de citas y datos parece con frecuencia cumplir un propósito inverso. Parece servir para apuntalar el propio trabajo a costa del trabajo ajeno. Incluso, en ocasiones, a costa también del exigible respeto por la verdad del que nos habla Gilson.
Junto con esta exigencia moral, la honradez intelectual presenta una segunda ventaja sin duda relevante para la Universidad en el ámbito de la enseñanza. El propósito de esta institución y el de la profesión docente no es solo enseñar resultados. Más bien, y “con mayor razón”, la Universidad existe “para enseñar y aprender cómo lograrlos”.
El honrado erudito que proporciona una adecuada justificación de su recorrido intelectual facilita así al estudiante una visión del trayecto que conduce a la obtención de resultados.
El “pesado y pedante despliegue de erudición que tanto nos desagrada en muchos libros” y que escandalizaría a tantos pedagogos se manifiesta, así, como un valioso ejercicio de generosidad del académico.
La humildad y el investigador joven
A la beatífica visión del trabajo intelectual que Gilson nos propone podríamos oponerle un problema de orden práctico. Si la virtud moral parece ser un bien escaso y en opinión de muchos poco exigible, la virtud intelectual no goza de mucha mayor popularidad. Lo habitual es que uno entre con la ilusión intacta en el mundo académico. Sin embargo, si hace del trabajo intelectual la fuente de sus ingresos, pronto su inocencia se verá amenazada. Rápidamente se verá sometido por toda clase de exigencias que, en aras de la competitividad, hacen ilusoria la pretensión de un trabajo intelectual honrado.
Las Universidades consumen resultados, pero no generan el espacio en que puedan progresar quienes comienzan el camino de la erudición desde la sencillez de quien emprende un trabajo intelectual con el compromiso ético de la honradez.
Esta circunstancia parecería animarnos a subvertir el propósito de la actividad académica. Contra esta tentación, Gilson nos recomienda otra virtud con la que hacer frente a la obsesión por los resultados. Una clase de ansiedad que amenaza a todo académico y, especialmente, a los más jóvenes. Se trata de la humildad que, en el plano intelectual, consiste en estar “siempre prestos a ceder ante la verdad, resueltos a adheriros a ella”. No se trata de un imperativo de carácter puritano. Es más bien un consejo, fundado en la convicción de que un trabajo intelectual honrado conduce siempre a la grandeza.
Así, frente a la tentación de tratar de dominar la máquina de producción académica para ponerla al servicio de la propia grandeza, Gilson nos propone algo paradójico: que el académico se convierta en servidor, se deje “someter”. La verdad os hará libres; la sumisión a la verdad os hará grandes”.
La larga sombra de Gilson en su propio campo de estudios testimonia la validez de este camino. Un camino en el que él mismo reconoce sus deudas, como la contraída con William James, de cuyo Psicology: Briefer Course (1892) depuró esta lección vital:
«No permitáis que ningún joven esté ansioso acerca del resultado final de su educación. Cualquiera que sea la línea de su especialidad, si se mantiene fielmente ocupado cada hora del día laborable, puede dejar, sin riesgo alguno, que el resultado aparezca por sí mismo. Puede contar con perfecta certeza, que se despertará una bonita mañana para encontrarse a sí mismo como uno de los hombres competentes de su generación, en cualquier campo que pueda haber escogido. Yo era un joven estudiante cuando leí ese párrafo, y nunca he dejado de recordarlo cada vez que el desaliento ha surgido en mi horizonte como una oscura amenaza.»